El Ku Klux Klan se fundó en el sur de Estados Unidos en 1865, al terminar la guerra civil, con el propósito de defender la supremacía blanca, que se había visto en entredicho por la Reconstrucción, un programa federal que otorgaba ciertos derechos a la población negra. Su evolución posterior incluyó a otras minorías: judíos, católicos o extranjeros (como no auténticamente americanos), a diferencia de blancos y protestantes (los únicos capaces de proteger el proyecto nacional). Un siglo más tarde, cuando el historiador William Peirce Randel escribía esta obra convertida hoy en todo un clásico, el florecimiento del Klan, que llegó a contar en algún momento con cinco millones de miembros y a quien ningún gobierno de EE UU ha declarado terrorista, había penetrado en amplios sectores conservadores. Según sostiene Randel, lo dramático ha sido cómo el espíritu del Klan ha ido tiñendo ideológicamente a una parte de la sociedad norteamericana.
Si revisamos someramente la historia de Estados Unidos, llegaremos a la inevitable conclusión de que lo que el Klan supone es una constante en nuestro comportamiento nacional. A veces permanece estático, calmado, pero no está muerto sino simplemente latente entre erupción y erupción. Hoy, más de 150 años después de su fundación, el Ku Klux Klan ha visto ampliada su influencia gracias a las redes sociales. La existencia de organizaciones como Proud Boys o la más misteriosa QAnon beben directamente de sus ideales, por lo que no ha sido extraño que el final del gobierno del presidente Trump se haya cerrado con un asalto, en buena medida imaginario, al Capitolio, como símbolo de ese gobierno judío que obsesiona al Klan.